martes, 17 de diciembre de 2013

Ninfa

Al abandonar el bosque fue hacia una cabaña que tenía para ciertas ocasiones. Allí, bajo unas tablas sueltas, secretamente escondida contra los ladrones, dejo un paño de cuyo material y corte no tienen palabras tejidas, no así el vestido de lana y el chal de hilo que sacó a modo de trueque. Esas prendes lucieron todos sus adjetivos, conjugados contra la luz de luna daba un aspecto de tiempo definido.

El pueblo, centro urbano pequeño y grácil como un árbol en la arboleda, de llamas amarillas avivadas por el viento, viento como no se ha visto nunca desde el otoño pasado; era un pueblo pequeño pero acogedor, una contradicción de peros, se veía frío pero estaba alegre, allí vivían pocos pero vivían con vida, a bríos de la época, de la cosecha y de la caza, serenos pero despiertos por el llamado de la fiesta.

Allí había vino. Vino oscuro y metálico. Licor de sangre y silencio, olvido de luna, alegría de sombra, borrachera temprana y migraña temprana. Allí había de todo, allí donde quedaba nada. Si habían caras tristes no se notó y si alguien así lo hizo, a nadie le importó un carajo.

Había una chica a la que me parecía que nadie conocía. La presentaron con ciertas dudas, con ciertas verdades díficiles de creer pero a la hora en que la Luna está alta, hay cosas que son difíciles de alumbrar, en especial cuando la mente está sumida en sombras, sombras que se desprenden de los vestidos, de aquellas que todavía se resisten a desprenderse de ellos.

Se lo llevaron lejos. La caminata parecía más lúcida de lo que se podría esperar. Y cuando estaban lo suficientemente cerca a los árboles, cuando no pudieron sentir el olor de las fogatas y el humo no pudo asustar a ninguna hoja del piso. Se rascaron las vergüenza contra la corteza de un roble, la lana se puso a pastar entre las cetas juveniles y ellos flotaron en un cielo fresco, pintado a mano.

Le dijo que volvería. Se lo dijo tan cerca de su pecho que podría decir con cuál oído deseaba ser escuchado. Le beso el hombro como se besa al musgo bajo el rocío de un sudor apagado y cubierto de hojas se quedó dormido. Ella no le dijo que volvería, no lo arropo ni le dio las buenas noches. Arreo a sus ovejas antes que el lobo quisiera comérselas de nuevo y se fue con la brisa villana, brisa que se llevo consigo el sueño tendido.

En la cabaña guardó un mechoncito de pelo dentro de una cajita decorada con laca. Volvería, no por él, sino por él y eso, pensó mientras se desnudaba, doblando meticulosamente su ropa, mientras se ponía aquella piel irreal, por que para ser real habría que tejerla como nosotros tejemos la nuestra; le habría robado el sueño a aquel hombre y eso habría acabado con el sentimiento, por que entonces no podría meterse en su cama, entre las sabanas de sus sueños para dormir cada noche en el eco que lo trajera el próximo año de vuelta hacia su lecho de hojas. 

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