martes, 22 de abril de 2014

Corto XLII

Dadme una tempestad y arrojaré sobre ella la costa, mi ira hecha arena ¡he dicho! ¡Oh! no os sorprendáis, no lo he dicho mal, pues desenraizaré la arena de sus piedras y la arrojaré contra el torbellino, lo haré caer como un pájaro herido, beberé así el viento fatuo que arremolina a mi señora, a mi árbol, a mis sueños. ¡Si! alimentaré mis sueños con su sangre, sangre de alianza, del vínculo que tiene la costa con las entrañas del mar, de su salina alma y de sus escamosa vida, vida que se le va entre las redes.

¡Ven tempestad! He afilado mis dientes y no te temo. Por que tu esencia sólo puede matarme y de lo que huyo sólo puede pudrirme. Así que siendo el mal menor, yo elijo devorarte, manso mar marica. Me joderé a todos tus peces y al terminar, no habré si quiera empezado con el resto del horizonte... y cuando no quedé horizonte... espero haber muerto por hazaña, herida o agotamiento, antes de recibir la herida que quema del húmedo aliento proyectado a mi espalda.  Te temo, pues eres viento, mar y costa. Eres un mundo al que no puedo terminar de devorar, vencer o aplacar. A merced me tienes y yo me siento inexorablemente derrotado, pues no quiero que te acabes nunca. Delirio, deliro yo y la felicidad que vendrá aplacará mi llanto.

Tengo miedo. Enséñame a no tener miedo y yo te enseñaré a campar contra el mundo, contra el mundo invisible. Enséñame campar contra mi mismo por lo que más quieras.